Con Rena Rusty Kanokogi, fallecida el pasado 21 de noviembre en Nueva York a los 74 años, ha desaparecido una embajadora internacional del yudo femenino y una mujer a la que se le atribuye la entrada de la modalidad femenina de ese deporte en el movimiento olímpico, en los Juegos de verano de Seúl en 1988. Kanokogi luchó contra el machismo en el deporte con la misma fiereza con la que se enfrentaba a sus oponentes y entrenaba a sus jóvenes discípulas. Logró colocar a la mujer yudoka en el panteón olímpico, y pasó el resto de su vida entregada a aquel deporte.
El yudo como deporte moderno nació en Japón en 1882, un invento del experto en artes marciales Jigaro Kano. Su lema era: "Máxima eficiencia con mínimo esfuerzo, en aras del esfuerzo mutuo y el beneficio común". A Estados Unidos llegó después del final de la II Guerra Mundial, con el regreso de los soldados que habían prestado servicio en Asia. Desde el principio fue un deporte de hombres. A las mujeres se les permitió, durante años, tomar parte en exhibiciones, pero no en competiciones reales. Hasta que llegó Kanokogi.
Nacida en 1935, de nombre real Rena Glickman, y criada en las calles de Nueva York, Kanokogi tuvo una juventud dura. Había sido miembro de una banda callejera y una cicatriz que cruzaba su muñeca izquierda daba fe de ello. Al pandillero que se la hizo le propinó una monumental paliza. Aquel incidente le incitó a dedicarse a la lucha, en plenos años cincuenta, cuando de muchas mujeres se esperaba que se quedaran cuidando de sus casas. Por supuesto, comenzó en un gimnasio de hombres, entrenando rodeada de testosterona, en un deporte masculino.
Con un 'cinturón negro'
En 1962 viajó unos meses a Japón, aprendió yudo y conoció a su marido, Ryohei Kanokogi, que era cinturón negro de sexto grado. "No me hubiera casado con nadie de menos nivel", bromeó con el diario The New York Times en 1980. En aquella misma entrevista, rechazó frontalmente que se sintiera una mujer con un disfraz de hombre: "Sé que soy una mujer y no me preocupo de tener que demostrárselo a nadie".
A los 35 años era cinturón negro de cuarto grado (el máximo son 10) y había sido la única mujer invitada a luchar en el dojo de Kodokan, el epicentro del yudo mundial, en Japón. Entonces comenzó a exigir que el yudo femenino fuera incluido entre las categorías olímpicas.
Kanokogi fue entrevistada por numerosos diarios sobre ese asunto. "¿Por qué no se nos va a permitir participar en los Juegos Olímpicos?", dijo al NYT en 1980. Aquel año, Estados Unidos albergaba por primera vez los campeonatos del mundo de yudo. Para financiarlos, Kanokogi hipotecó su casa. "Mujeres de 27 nacionalidades participarán con las mismas normas, reglas y atuendo que los hombres en sus torneos. Espero que el espectáculo de este fin de semana les demuestre que nosotras somos tan duras y estamos tan bien entrenadas como los yudokas masculinos".
Consiguió que el yudo femenino compitiera como deporte oficial en Seúl en 1988. Aquello la consagró como la "madre del yudo", el sobrenombre que la habría de acompañar para siempre. Retirada de los dojos, se dedicó a entrenar a jóvenes promesas. El año pasado, ya enferma de cáncer, recibió el mayor galardón que otorga el Estado japonés: la Orden del Sol Naciente. En otra entrevista, una de las últimas que dio, resumió su filosofía de vida, que trascendía al yudo o al feminismo: "Lucharé por todo lo que considere justo".
Yudo. Integración. Igualdad
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Hace 2 meses
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